Los pequeños macabros
Los pequeños macabros es el título de un libro escrito e ilustrado por Edward Gorey en 1963. Como todo lo que sale de su pluma, Los pequeños macabros está cargado de humor negro y algo de crueldad. Se trata de una suerte de abecedario que da cuenta de los nombres de unos niños a quienes identifica con las circunstancias de su muerte. “La A es de Amy, que rodó por las escaleras.” “La B es de Basil, atacado por unos osos.” “La N es de Neville, que murió de hastío.” Y así, entre imágenes hechas en tinta y frases cortas, va haciendo un inventario de niños y sus respectivos finales macabros.
Hace poco, mientras hojeaba este libro, me acordé de unos niños que conocí hace algunos años y que me hicieron volver a pensar en mi propia infancia. A ellos les leí Los pequeños macabros y también algunos cuentos de Roald Dahl, con sus personajes tan crueles como heroicos. Las profesoras me miraban mal cuando los niños estallaban en risas por la D de Desmond, arrojado de un trineo, o la J de James, que tomó lejía por equivocación. Es extraño y hasta preocupante para los adultos que los niños encuentren lo risible en la tragedia. Pero no sería tan extraño si, al crecer, recordáramos nuestra propia infancia tal cual fue, y no con los filtros de la memoria, que nos hacen verla desde la nostalgia como esa etapa de inocencia donde todo es fácil y bonito. La escuela donde conocí a estos niños quedaba muy adentro de una vereda y tenían por biblioteca solo un mueble con una docena de libros en mal estado. Uno de los niños, cuando la escuela cerraba al medio día, se iba para el bosque que quedaba al otro lado de la carretera y se sentaba en una piedra, solo. Unos días después supe que su tía lo recogía por la noche, cuando salía del trabajo. El niño se pasaba toda la tarde en la misma piedra sin que nadie se preguntara si tenía hambre o frío o miedo. Cuando le leí por primera vez Los pequeños macabros se rio tanto como los demás y hasta inventó más nombres y causas de muerte con sus amigos.
Con ellos entendí que ser niño es un acto de supervivencia. El peligro no está en las historias que nos leen, sino en las que nos suceden y pocas veces se comparten, en las que nos obligan a ignorar porque tenemos que ser más fuertes. Ser niño implica sobrevivir a nosotros mismos, como decía Roald Dahl, una de las voces más importantes y honestas de la literatura infantil. La infancia es una etapa plagada de sombras a la cual los adultos insisten en adornar. Los sentimientos de los niños suelen ser subestimados y reducidos a comportamientos pasajeros. Pero, si nos conectáramos de verdad con el niño que fuimos, como lo hacía constantemente Dahl, reconoceríamos que la infancia está llena de pequeñas tragedias. Los miedos más profundos los descubrimos allí: miedo a que nuestros padres no regresen a casa como todas las noches, miedo a fallar delante de los niños más grandes, miedo a que nos llamen al tablero y no sepamos responder a las preguntas, miedo a decir que tenemos miedo. No son los miedos de las pesadillas los que hacen de la infancia una etapa tan vulnerable, sino los miedos cotidianos, los que todos los adultos pasan por alto. Dahl decía que el peor de los monstruos para un niño era un mal profesor (o, como en mi caso, el dentista). El ser que más admiramos puede convertirse en villano en cuestión de dos o tres palabras dichas en el momento y lugar equivocados. El sentimiento de abandono es una sombra que nos sigue a todas partes cuando somos niños. Siempre hay un miedo latente a ser rechazados y abandonados si no llegamos a cumplir lo que se espera de nosotros. Es tan difícil ser niño que solo se puede lidiar con un sentimiento a la vez, por eso el mundo parece venirse abajo cuando el juguete favorito se daña o cuando el adulto señala con su dedo acusador. La incapacidad de procesar diferentes sentimientos al tiempo los convierte a cada uno en un maremoto. Hay días que parecen un laberinto sin salida y entonces oímos esa voz que nos dice “no llores por eso, que no tiene importancia”, y esas palabras no sirven para aplacar los sentimientos sino para acrecentar las inseguridades.
Afortunadamente, la infancia es también esa etapa donde descubrimos que lo macabro es risible. Esa etapa donde burlarse de la tragedia nos sirve de alivio. Las profesoras que se escandalizaban cuando oían recitar a los niños las desgracias de los pequeños macabros olvidan que los miedos no nos hacen más vulnerables, sino más fuertes. Los libros son el manual de la vida y en ellos aprendemos a reconocernos.
Gracias a Gorey y a sus pequeños macabros que permiten a los niños reírse de la crueldad de su propia condición humana.
—Valentina Toro.
—Valentina Toro.


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